El sol cada día sale

Menorca, hace camino

Mucho se ha escrito ya sobre el estilo de vida de menorquín. A menudo asociado a una dieta mediterránea rica, un lugar donde evadirse, relajarse, una isla (Menorca) en la que perderse, con paisajes, gente y un sentido del tiempo que invita a reencontrarse.

Al fin y al cabo, se trata de los grandes temas del presente, vivir en armonía con el entorno, disponer de una gastronomía propia, forjar un carácter único, preservar la mejor tradición y atreverse a reinventarlo todo para seguir avanzando en un mundo acelerado, al que Menorca parece decirle, para, respira, escucha como respiras, escucha tus latidos, y ahora abre los ojos y míralo todo como si fuera la primera vez. Esto es en esencia Menorca y su estilo de vida.

Pero más allá de todo lo que posee, a veces es interesante recordar aquello que un lugar nos ayuda a descubrir que llevamos dentro, y esto ya no es tan sencillo ni reconocible. A menudo exige trabajo, valentía, honestidad, sinceridad y atrevimiento. Como somos, porque somos así, qué queremos cambiar y hacia donde queremos llevar nuestras vidas. Menorca es un lugar mágico para hallar respuestas, para conectar ideas, pensamientos, recuerdos y dibujar espejos en los que reconocernos. Más allá del folclore, de las postales, del turismo hay algo especial en Menorca que no se puede explicar. Y para entenderlo, se hace necesario zambullirse en sus calas, dejar que la sal del mar platee nuestra piel, que el sol del atardecer bañe nuestro cabello mojado, que la brisa seque nuestro cuerpo y el silencio de un rincón de la isla escogido a lazar despierte nuestra esencia, nuestras ideas, nuestros sueños. Porque Menorca es un buen lugar para soñar, pero para soñar despierto, para soñar sin perder detalle de un mundo auténtico que se extingue ante nuestros ojos, que desaparece, pero que en Menorca parece rejuvenecer, que nunca termina, que no corre peligro. Y ese es quizás el mayor logro de la isla y sus habitantes.

Para entender y vivir todo esto, muchos pensarán que es necesario calzarse unas abarcas, detenerse a comer unas tostadas de sobrasada con miel, beber un buen trago de Gin cuando cae el sol, o pasear en barca por sus calas. Pero lo cierto es que no es imprescindible, no se trata aquí de obligar, o seguir un manual. Lo que sucede, y esto solo se puede entender si se ha vivido, es que cuando te calzas unas abarcas , aunque parezca mentira, uno siente que pasea sobre ocho siglos de tradición por la cuna de este calzado, y no es fortuito que con unas auténticas abarcas menorquinas paseemos por Ciutadella y tengamos la sensación de conectarnos con una cultura, con una tradición y con una historia que no nos es ajena, que nos enriquece y nos llena. Se siente en cada paso el aroma de lo genuino, ese espíritu auténtico que cada vez parecen poseer menos cosas, y que valoramos tanto, y lo hacemos porque sabemos que es el fruto de muchos años de amor, fidelidad y pasión por un estilo, ese estilo de la isla donde perderse para encontrarse y volver a ver el mundo con la inocencia de los ojos de un niño.